La pregunta del titular tiene un porqué.
Y no es ni más ni menos, porque muchas personas se han planteado si merece la pena seguir o no.
Y cuando lo han hecho, cuando se lo han planteado, es porque había un denominador común, estaban sufriendo.
Por el motivo que sea, pero estaban sufriendo.
Recuerdo cuando tenía unos doce años que vi unas zapatillas de deporte que me enamoraron. Me imaginaba con las zapatillas puesta y cómo la chica que me gustaba me vería con ellas.
Le dije a mi madre que las quería, que las deseaba.
Pues mi madre, cómo todas las madres, que son las verdaderas creadoras del lenguaje inclusivo y de las negociaciones estratégicas, me dijo:
Ni zapatillas ni zapatillos.
Ahora no podemos.
No hay zapatillas, que las que tienes están nuevas.
Pues recuerdo que me metí en mi cuarto a llorar y eso fue cómo el fin del mundo. Todo eso que había imaginado al carajo.
Ella ya no me vería con las zapatillas nuevas.
Un horror o así me lo tomé.
Me quería morir. No quería vivir. La vida no merecía la pena.
Pensé cómo sería acabar con mi vida. Cómo sería y cómo terminaría.
Así que lloré.
A la media hora me llamo un amigo para jugar al fútbol y jugué al fútbol.
Me duró poco la verdad mis pocas ganas de vivir. Media hora. No está mal.
Lo que ocurrió, lo que cuento en la Carta de mañana duro más de media hora y no fue con balas de fogueo, fue con balas reales.
Una historia que ahora puedo contar.
Que me marcó.
Con un final.
Una historia con una lección muy potente que te servirá cómo me ha servido a mi a relativizar la vida y los problemas.
Te servirá, cómo me sirvió a mi a tener en cuenta que te puedes implicar, pero no te puedes resquebrajar.
Una historia muy personal, triste, pero potente que seguro que no te dejará indiferente.
Que te hará pensar y te hará cambiar.
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Que tengas un buen sábado
Luis